El patio de mi casa es particular
Cuando llueve se moja como los demás
Canción popular infantil
Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla...
A.Machado
La antigua casa donde nací, probablemente de las primeras construida en tiempos del
cardenal Belluga, frente a la plaza de su nombre en la villa de Dolores, tenía una puerta
cochera que era la entrada principal, un pequeño zaguán y un comedor con un enorme
hogar y una gran puerta-ventana que daba acceso al patio. De aquel bien diseñado
edificio, a pesar del deterioro, lo mejor era su patio. Las viviendas de los pobres tenían
corral y las de los ricos, patio. Sin embargo, aunque mi familia no era rica, la antigüedad y
la sólida construcción de la casa (por la que mi padre pagaba dieciséis pesetas de renta
mensual), otorgaba a nuestro corral el título de patio.
Dijo Rilke que nuestra verdadera patria es la infancia. Y toda patria tiene territorio y
fronteras. En mi primera infancia de hijo único, para mí (y mis amigos), el patio de mi casa
era mi tierra y mi nación. Este particular microcosmos limitaba al este y al oeste con los
muros de las casas adyacentes, al norte con el salón comedor y al sur con una tapia
medianera de piedra, mortero y yeso.
Desde el comedor, a través del gran ventanal practicable por el que penetraba la luz del
sol de la mañana, se veían las colocasias y alhábegas de mi madre, una palmera, una
gran tinaja y una barca que había salido de las reposadas aguas bajas y los carrizales
del Hondo para cumplir allí su plácida jubilación hasta el definitivo exitus.
De vientre plano, sin quilla, con el costillar de madera ennegrecida por el alquitrán seco,
la barca yacía indolente sobre la tierra húmeda de mi corral; y allí remató su larga vida
dedicada a deslizarse sobre las aguas del Hondo cargando a cazadores de patos y fojas.
Estoy convencido de que, como a cualquier viejo, a mi barca no le molestaba el abuso al
que yo y mi tropa la sometíamos.
A bordo de ella, en nuestra inagotable fantasía, surcábamos los siete mares cual
expertos almirantes sobre el puente de un descomunal transatlántico. Esta nave moribunda
fue elemento esencial del paisaje de mi infancia, en un entorno doméstico muy antiguo con
el aura de otro siglo que se percibía en la arquitectura y en esa humedad omnipresente de
los pueblos y villas asentadas sobre los marjales de la Vega Baja del Segura.
Al pie de la carcomida escalera de madera que subía hasta la galería del piso (que
además de vivienda era una sastrería), creció un montículo de basura transmutado por
el tiempo en tierra mineral. Sobre este pequeño ejido fósil yacía recostada una gran tinaja
de las que se usaban para el agua, una enorme matriz de arcilla por cuya boca
solíamos colarnos de uno en uno o de dos en dos.
Dentro de ese gran útero de barro, el sonido de nuestras agudas voces era un eco musical
de tonos reverberantes, un viaje sonoro, atávico y telúrico que a fuerza de cotidiano devino
aburrido y sin interés. Pero me gustaba esa enorme matriz, siempre dispuesta a darnos cobijo
como una amorosa y paciente madre. Sentado a horcajadas sobre su lomo, me sentía el
reyezuelo de todo aquello.
Al fondo, junto a la tapia que lindaba con el patio de la casa taller de un guarnicionero, se
erguía la triste palmera, descuidada y solitaria, sobre cuyas tabalas trepaba yo en las
siestas para saltar la barda y visitar a mi vecino y amigo Ramón Melilla.
Bajo el voladizo del corredor de la sastrería, en lo que fue establo, mi padre guardaba los
maderos para los andamios, cuerdas de cáñamo, listones, regles, tablones encanecidos
por el yeso, ladrillos, alambres, hierros y toda clase de materiales de construcción,
incluidos unos rollos de cartón piedra que yo usaba para fabricar escudos de diseño
medieval (como arcos de medio punto) copiados de los tebeos del Capitán Trueno.
Y una
amasadora de madera que a veces llenábamos de agua (pacientemente transportada a
pozales desde el aljibe que había en la entrada con ayuda de mi madre) para botar
nuestros pequeños navíos diseñados y construidos con motores de goma y palas.
Con esos abundantes elementos, mis coleguillas y yo construimos “el puente sobre el río
Kwai”, tal como lo vimos en el cine.
Desde el paseo del cardenal Belluga frente a mi casa, escenario y cancha de todo tipo de
juegos y aventuras, mis amigos y yo accedíamos a mi patio con sólo atravesar el zaguán y
el comedor de la casa. Mis padres nunca protestaban y mi corral siempre estaba lleno de
niños. Jugábamos a las casicas, hacíamos sesiones de circo y montábamos empresas
como hombres de negocios en oficinas ideales cuyas máquinas de escribir eran ladrillos,
fumando vegueros que fabricábamos enrollando papel.
En mi patio el tiempo se detenía a la vez que avanzaba hacia el incierto futuro de una
madurez que imaginábamos plena. Allí todo parecía fácil y posible como una promesa o un
sueño; ignorantes de las dificultades y peligros futuros, teníamos prisa y curiosidad por
saber de qué tipo serían las que nos aguardaban.
Vieja, bonita, soleada, húmeda y desconchada, mi casa era también albergue de
fantasmas, esos seres inexistentes de los cuales tan poco sabemos, excepto que gustan
de la noche, las ruinas, la humedad y los sueños. Eran fantasmas amables. En invierno, ante la gran chimenea, mi
abuela nos contaba cuentos y recuerdos de su Murcia natal. Las viejas fotografías y
daguerrotipos se amontonaban sobre los armarios. Aunque no la comprendía, siempre me
impresionó una de un bigotudo actor en el Teatro Romea, reflejada en varios en espejos
dispuestos en círculo.
A la puerta de mi casa solía traquear un pobre, alto, que olía agrio. Sus babas blancas
y secas chorreaban sobre la chaqueta gris, sucia y raída. En aquellos lejanos días de los
años cincuenta los pobres tenían nombre. Paco el tonto era el de este mendigo al que mi
madre daba una bolsa de pan duro todas las semanas. Me daba miedo y pena, tanta como
la que pueda sentir un niño que tiene asegurada su merienda.
El espacio exterior, infinito, desconocido, tenía su primera representación en las plazas.
Los niños éramos los dueños de la calle. En ella, sin la protección familiar nos
enfrentábamos a nuestras limitaciones, solos, con el único apoyo del grupo de colegas. Los
juegos se sucedían por épocas: las bolas, la teja, el caliche, la trompa, (el zompo la
llamábamos para masculinizarla), mecha, churro mediamanga y mangotero, el pique.
etc…Por el control de los territorios, de cuando en cuando, se declaraban “guerras”. Parece
mentira que en un pueblo de apenas cinco mil almas hubiese tantos barrios, todos con su
nombre, sus fronteras, sus líderes, su jerga… Y había batallas y escaramuzas,
representadas, dramatizadas …
Todo esto lo tomábamos como la cosa más natural del mundo. Fabricábamos nuestras
espadas y escudos de madera o cartón, arcos y flechas de caña, “tiradores” (tirachinas)...
Instintivamente éramos conscientes de la importancia del territorio del mismo modo que los
animales guardan y marcan el suyo. Así lo asumíamos, jugando a la guerra, con violencia si
era preciso. Solo había tregua cuando aparecían los municipales. Y leyes, como la de no
chivarse nunca, la más importante. ¡Pobre del chivato! Se toleraba la crueldad, a veces
extrema, pero nunca la delación. El chivato era reo de muerte, y como no existía tal pena,
se le arrastraba, escupía y era señalado. Eran leyes severas, heredadas, ancestrales,
inmutables y no había otra que cumplirlas a rajatabla...
En agosto, la feria. Alrededor del paseo del Cardenal Belluga se instalaban las casetas
de los feriantes. Los niños teníamos que esperar hasta el último día para elegir regalo. Yo
siempre me empeñaba en una pequeña guitarra de madera con cuerdas de alambre; mi
padre se negaba a “feriármela”, argumentando que esperase a que me pudiera comprar
una de verdad. Pero yo, obsesionado e impaciente, en mi patio fabriqué varias, algunas
con diseños futuristas ... Ninguna sonaba bien; no obstante, con esos bizarros instrumentos
montamos un conjunto, compramos un cancionero y decidimos buscarnos la vida viajando
por el mundo haciendo bolos.
Junto a mi portal, una familia de Orihuela que vendía bisutería instalaba todos los años su
caseta; mis padres les permitían usar el retrete y la cocina. Entre mi familia y la de estos
feriantes surgió una amistad sincera, ingenua, que duró varios años. Recuerdo que nos
invitaron a la comunión de su hijo pequeño en Orihuela. La hija mayor, que era muy
moderna, intentó en vano enseñarme a bailar el madison. Durante la feria mi patio era el centro del mundo, lleno siempre de críos que esta vez
venían a ver de cerca y tocar a los feriantes.
En el paseo, frente a mi casa, se montaba el tinglado para la banda de música: a medio
día pasodobles y marchas; por la noche, verbena, con conjuntos “músico vocales”, como se
decía entonces. Yo miraba arrobado y muerto de envidia a las parejas de mayores que
bailaban tan bien, me fijaba en sus pasos, pero no me atrevía a pasar a la acción y sacar a
alguna niña por miedo a hacer el ridículo. Solo la yenka, que estaba muy bien explicada por
su letra me animó a salir a la pista. Era una premonición de la política, como comprendí
más tarde: izquierda izquierda, derecha derecha, delante detrás, un dos tres.
Algo sencillo, justo lo contrario de lo que habría de ser y es la vida.
José Perelló Moreno, Agosto 202...
Nota aclaratoria. José Perelló me pasó hace algún tiempo este texto, precioso a mi criterio, lleno de experiencias más o menos compartidas aunque solo sea porque disfruté de patio en mi infancia. También, todo hay que decirlo por la proximidad económica, social y cultural de Dolores y la Vega Baja alrededor del Hondo con el sur de nuestro término. Procedencia de las imágenes:
Las fotografías las he ido incorporando como mera ilustración al contenido, un procedimiento un tanto peregrino, pero es lo que hay.
El grabado de Goya: