Este 12 de mayo la red de Bibliotecas Municipales ha celebrado el centenario de la muerte de la ilustre escritora e intelectual Emilia Pardo Bazán publicando un dossier de animación a la lectura a su obra en facebook bajo el título Pardo Bazán en Elche que contiene un breve apunte bio-bibliográfico en el que además se citan algunas de las ediciones históricas, algunas notables, del rico fondo de la Biblioteca Central, cuyo texto no me resisto a reproducir aquí, adornado con la reproducción de algunas cubiertas entresacadas del dossier.
PARDO BAZÁN EN ELCHE
Emilia Pardo Bazán (A Coruña, 16 de septiembre de 1851 – Madrid, 12 de mayo de 1921) murió tal día como hoy hace un siglo. Diversas instituciones han organizado actividades para conmemorar el centenario del fallecimiento de una de las personalidades literarias más importantes de nuestro país, figura eminente del naturalismo español.
Novelista, ensayista, articulista, conferenciante, poeta, cronista de viajes…, fue la primera mujer que consiguió una cátedra en la universidad española (Universidad Central, 1916). Protagonista de la escena cultural y literaria del siglo XIX y XX, hoy queremos resaltar la presencia de sus obras en los anaqueles de bibliotecas ilicitanas, que ahora engrosan el Fondo Antiguo de la Biblioteca Central Pedro Ibarra.
Comenzaremos con las “Escuelas Graduadas”, centro de niños inaugurado en enero de 1931, cuyo proyecto, redactado dos años antes, en 1928, contemplaba, por primera vez en nuestra ciudad, la existencia de una biblioteca escolar. A ella se incorporarían, con el sello “Grupo Escolar de Niños”, las obras completas de la autora, publicadas en 1911 por la editorial Renacimiento de Madrid.
Los libros de Pardo Bazán también formaron parte de la biblioteca del Instituto de Segunda Enseñanza de Elche (1931-1939), que, desde su inicio, como comentamos en un artículo anterior (09/2020), contó con una sala destinada a biblioteca, no solo para uso del alumnado, sino también de los vecinos, al tener la consideración de servicio abierto al público.
Por fin, no queremos dejar de mencionar aquí una importante biblioteca particular: nos referimos al fondo (más 6.000 volúmenes) del abogado ilicitano Antonio Orts Maciá (1879-1967). Don Antonio poseía también varios tomos de las obras completas y novelas, biografías y estudios literarios (Campoamor, Pedro Antonio de Alarcón, San Francisco de Asís...), géneros que también cultivaba Pardo Bazán. Destacaremos una bella edición de “La dama joven” (Barcelona: Maucci, 1907), actualmente, objeto de coleccionismo.
Otra de las actividades de la polifacética vida de nuestra protagonista estuvo ligada a la edición. De este modo, en la biblioteca de Don Antonio encontramos también tres tomos de la “Biblioteca de la Mujer”: “La mujer ante el socialismo”, de August Bebel, y dos tomos, de la “Sección de economía doméstica”, sobre cocina española antigua y moderna. La colección, fundada en 1892 por Pardo Bazán, tenía como objetivo la instrucción de la mujer e incluía obras clave del feminismo.
Hemos de señalar que la preocupación de Pardo Bazán por la situación de la mujer española y su alegato a favor de su educación, se halla implícita en la mayoría de la obra literaria de nuestra autora, pero es especialmente explícita en la revista “Nuevo Teatro Crítico” (Madrid, 1891-1893). Pardo Bazán no llegó a formar parte de los grupos feministas, que surgieron algo más tarde en nuestro país, pero en sus textos denunció el "mujericidio” (derivado del derecho de vida o muerte que “todo español cree tener sobre la mujer… lo mismo da que se trate de su novia, de su amante, de su esposa”) y trató sobre el acceso de la mujer a la educación, sobre el derecho al voto, etc.
Y ¿estuvo una persona tan viajera como Pardo Bazán en Elche? Pues sí, también estuvo en Elche. Entre enero y marzo de 1900, la revista madrileña “Letras de Molde” publicó la serie “Por tierras de Levante”, crónica de un viaje realizado en otoño de 1899. Posteriormente, el 13 de agosto de 1957, el suplemento extraordinario “Elche y su Misteri” del periódico “La Verdad” transcribía el texto dedicado por la viajera a nuestra ciudad, transcripción que incluimos en las ilustraciones que acompañan este artículo.
Algunas páginas web para ver:
Casa Museo Emilia Pardo Bazán: https://museos.xunta.gal/es/casa-pardo-bazan
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes:
http://www.cervantesvirtual.com/portales/pardo_bazan/
“Emilia Pardo Bazán. El reto de la modernidad”:
http://www.bne.es/.../Exposicione.../emilia-pardo-bazan.html
“Emilia Pardo Bazán en su centenario: literatura y vida en los siglos XIX, XX y XXI” Congrés / Congreso: A Coruña, setembre/septiembre, 2021:
https://litecom.es/congreso-internacional-emilia-pardo.../
Rubio Jiménez, J.: “Un viaje olvidado de Emilia Pardo Bazán: Por tierras de Levante”, Murgetana, nº 105, 2001, p. 93-111:
http://www.cervantesvirtual.com/.../0246f0ce-82b2-11df...
En relación con la publicación del periódico La Verdad del año 1957 en el que se reproduce el texto de la autora solo puntualizar que es una parte del artículo original dedicado a las ciudades de Orihuela y Elche; por fortuna la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, en la cita que se reproduce más arriba nos permite recuperar el texto completo, que me parece de suficiente calidad como para reproducirlo aquí:
IV. Orihuela y Elche
¿De qué color era el tejido de mi imaginación cuando el tren me llevaba hacia Orihuela, donde no pensa[ba] detenerme -o mejor dicho donde no tenía tiempo de detenerme algunas horas? Color de los versos del viejo cuya gloria nos parece ya recuerdo histórico, perteneciente a épocas más fecundas y mejores. Me acordaba de que, nacido en Asturias, entre esa fría neblina del Norte de que hablaba Alejandro Pidal, D. Ramón de Campoamor ha venido a ser, por adopción y por lazos de familia, levantino. Mirando la cosecha del esparto, acabado de segar, alineada en el suelo, en ligeros haces de oro, sonreía de aquella boutade o humoroda de Campoamor, cuando se declaró, no vate ni amigo de las Musas, sino agricultor y cosechero de esparto.
Y enlazando al través del tiempo los nombres y ensueños de poetas, se me figuró que las palabras de Campoamor, eran eco de las de Horacio -el cual también antepuso a todo la vida campestre, el dulce y apacible correr de los días en el seno de la Naturaleza- y a quien Mecenas hizo feliz regalándole la granja rústica donde libaba el vinillo de la tierra y gozaba la dorada medianía de su fortuna entre la sabrosa abundancia de Pomona y Ceres. ¡El ideal de Horacio y el de Campoamor son tan semejantes, y no en esto sólo!
Aquí Campoamor está todavía presente. Estrofas de sus poemas acuden a los labios. Los almendros pálidos, de desflecado follaje, que salpican la campiña que voy recorriendo, me hacen comprender las penitencias del cura del Pilar de la Horadada, aquel que:
faltando a los cánones sagrados,
castiga con almendras los pecados.
Hasta el contraste entre la risueña vega, parecida al huertecillo de una villa pagana, y el día tétrico en que la veo, me recuerda la compleja personalidad del autor del Drama Universal, epicúreo, humorista, desengañado, amargo, y a ratos místico. La huerta sonríe en su coquetona gracia, pero el cielo reviste un matiz de plomo, negro casi y muestra señales de tempestad reciente: es la tormenta que la primer noche de Murcia descargó con estrépito horrible, y que sin duda había anunciado aquella roja aurora de Albacete, parecida a un incendio. Bajo este celaje dramático y sombrío, la vega de Orihuela y la misma ciudad adquieren tonos dignos de la paleta de un pintor colorista. Y la montaña caliza que domina a Orihuela y en cuya vertiente se alza el enorme Seminario, semeja un trozo de metal o de barro cocido y esmaltado al horno, con los cambiantes de la cerámica hispano-morisca. Un rayo de sol, filtrándose por entre nubes densas y bajas, arranca reflejos tornasolados a los últimos términos del monte. Al pie de él se apiña la ciudad medrosa y como solicitando protección. Se comprende el miedo de Orihuela. Ha sufrido cien cataclismos. Posee una novelita de la época romántica, del tiempo candoroso de los cenotafios con sauce y luz de luna, y el asunto de la novela son los terremotos del año 29, en que buena parte del caserío de Orihuela y varios templos se derrumbaron estrepitosamente. Aparte de esta desventura, se recuerdan con terror cruentos episodios de las guerras de sucesión, pestes, alguna de las cuales dícese que mató a 16.000 personas (mata es), y los desbordamientos y avenidas del río Segura, mal hallado con su nombre, amenaza continua para este lindo pedazo de tierra y esta laboriosa gente.
Da pena figurarse vega tan bonita -con sus naranjos de la China redonditos y menudos, sembrados de grajeas de oro- a merced de inundaciones y riadas furiosas. Una pena semejante a la que causa ver un rico salón asaltado por la multitud en días de revuelta, con los muebles volcados, estrellados los espejos y hechos trizas los jarrones y cachivaches. Porque la vega de Orihuela, que aún debe menos a la Naturaleza que la de Murcia, es obra de arte, del arte de cultivar, y admira por lo bien aprovechada y cuidada como maceta de flores, sin rastro de vegetación superflua. No comprendo al inglés que, según acabo de leer en un libro, dejó dicho al pasar por aquí que este era el lugar donde se imaginaba situado el Paraíso perdido, de Milton. El paraíso lo concebimos más bien a manera de selva virgen de exuberante verdor, de inextricables senderos, ahogados por la maleza, de arbolado añoso, bajo el cual la luz solar no se atreve a filtrarse. Y en esta vega todo es luz, todo es orden, intensidad de labor, esfuerzo, útil y bien dirigido; el clasicismo en el paisaje, la belleza generada por la utilidad y la razón.
Este país debiera verse, no desde el tren, desfilando rápidamente, sino a pie, apoyándose en el bastón del excursionista, y subiendo al monte de la Muela, desde el cual se otean las dos Huertas, las dos sultanas mellizas: Orihuela y Murcia. Parece que desde allí se dominan más de diez leguas de panorama, y se contempla desarrollado el verde tapiz que surca la red arenosa de las infinitas acequias y canalillos, reclinándose sobre él ambas moras en lánguida postura, respirando azahares. Todo esto me lo imagino; lo que realmente veo es la lluvia, encharcando las sendas y lustrando el follaje de los mandarinos.
Aclara algún tanto el horizonte cuando el tren se para en Elche y al bajarme en la estación por primera vez durante el viaje, se apodera de mí impresión profunda, causada por bellezas que no me había figurado, ni sospechaba siquiera, a pesar de las descripciones e hipérboles de los que las conocían. Y es que difícilmente se describe lo muy hermoso. Por más que me dijesen no pude presentir este dilatado, inacabable bosque de centenarias palmeras de grueso tronco y amplio penacho, cargadas allá en la altura con los racimos de metal cobrizo de sus dátiles. Todos los cuadros de la Huida a Egipto y el tierno episodio legendario del descanso bajo las palmeras, que se inclinan para ofrecer su fruto a la Virgen madre -episodio con tanto encanto referido en el Victorial o crónica del conde Buelna- se me representaban bajo las bóvedas de aquella catedral natural de infinitas columnatas misteriosas. He oído decir que en África no existe oasis como este de Elche. No sé si este dato está bien comprobado. Lo cierto es que las palmeras de Elche son tantas y tan majestuosas su conjunto, que explican cualquier encomio, por exagerado que parezca.
Muchas palmeras del gran palmar de Elche -tampoco respondo de la exactitud de la noticia- es fama que han sido plantadas por los árabes y cuentan la respetable fecha de cuatro o cinco siglos. Cierto que las palmeras viven mucho; su lento desarrollo trae longevidad. Aquí son veneradas y queridas, especialmente en la vejez. Tienen su nombre propio, su dulce nombre de mujer quizá el nombre de alguna que fue cara al corazón del dueño del huerto. Y la poesía de este nombre femenino, evoca cuadros de la Biblia, fuentes y norias, camellos recostados, mensajeros que vienen desde lejos a traer presentes nupciales, esbeltas israelitas que llevan el cántaro donde bebe el caminante, la gran paz de las edades primitivas...
Para los aficionados a la arqueología, Elche, con su caserío dorado a fuego, posee atractivos y propone enigmas. Se ha escrito y discutido mucho acerca de sus orígenes; se ha atribuido su remota fundación a los celtas y a los fenicios. Yo no sé ver en Elche más que las palmeras, el infinito oasis y las ideas que en mi despierta son religiosas, de versículos de los evangelistas, con el perfume de los días primeros de la fe cristiana, días de color de rosa, en que millares de ramos de palma caían a los pies de Cristo y alfombraban la senda. El aspecto de Elche entre sus erguidos palmares suscita la visión sagrada de Jerusalem. Así la verían desde lejos los peregrinos los palmeros por mejor decir, pues la palma es el símbolo de los Lugares en que la redención se consumó...
Esta impresión honda se asocia en mi espíritu a otra de reciente fecha que en París me hizo presentir a Elche. Contadas tenía ya las horas y no quería volver a España sin haber visto el célebre «busto de mujer» que la diligencia de los extranjeros robó a nuestros Museos Nacionales. Por una suma relativamente insignificante lleváronse la joya sin par, patrimonio de estados de civilización que son un misterio, a pesar de los investigadores. Hubiera tenido que marcharme de París sin conocer a la hermosa desenterrada, si el conservador del Museo del Louvre no tiene la bondad de abrir las salas un día en que el público no entra en ellas. La soledad de aquellas vastas crujías ayudaba a engrandecer el efecto de las obras maestras del arte antiguo. El busto se destacaba entre ellas poderosamente y ahora, sobre este fondo de palmeras, me parece estar viéndolo otra vez y que adquiere apariencias de vida; tiene cuerpo, que visten plegados paños; es una mujer, una princesa, que avanza con lento paso por las calles de columnas recias y gigantescas, con capiteles de oro y jade. Princesa cruzada de cananea y de ibera; acaso sacerdotisa de Belfegor, el gran numen fenicio; con el tipo de la raza, la palidez mate, los largos ojos negros, los labios finos de un rosa amortiguado, la expresión grave, y hasta el tocado de ruedas o caragols, encuadrando el perfecto rostro oval, triste y puro de líneas.
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