Estamos bien representados en la literatura de viajes por la península ibérica, todo un subgénero bien poblado en cantidad y calidad, en especial en el XIX. Arquitectos, artistas, escritores y otros representantes de la intelectualidad europea pasan por nuestras tierras y dejan a menudo crónicas de su periplo; tenemos ya cierto número de entradas dedicadas a las que pronto se añadirán mas. En este caso tenemos un relato que además de profundidad literaria, aporta un valor histórico y social de grueso calibre como no podía ser de otra forma viniendo de un representante más que cualificado de esa intelectualidad europea que con las mejoras de los medios de comunicación se atreve a realizar un sueño me atrevo a decir que colectivo: el viaje a España.
El tema da para mucho, pues desde varias ópticas se aprovecha esta relación para hacer incluso animación a la lectura en colegios y bibliotecas.
Pese a ello la ausencia de algunas partes del capítulo dedicado como las condiciones del viaje, el estado del camino y la presencia de los aljibes que seguían cumpliendo su función secular lejos de los sistemas de aprovisionamiento de aguas potables en la ciudad, me ha movido a reproducir (ahora sí) el texto completo:
Capítulo V: De Elche a Murcia
Alicante es uno de los puertos principales en la ruta nacional de buques
costeros. Desde aquí resultaría más cómodo embarcarse para Málaga y, desde
allí, continuar por tierra hasta Granada. Más en este caso tendríamos que
renunciar a Murcia la cual nos habían descrito como una ciudad de lo más interesante
donde encontraríamos vestigios árabes, veríamos gitanos y también los atuendos
más pintorescos de toda España. Para ir allá habríamos de atravesar la región
más tropical del país, y conoceríamos el famoso palmeral de Elche, el más
grande de Europa. ¡No podíamos renunciar a tantas cosas buenas! Aunque había
que admitir que las historias más terribles sobre atracos y desvalijos estaban
asociadas con esta ruta. La zona, desde Alicante hasta Murcia y desde allí
hasta Cartagena, tenía tan mala fama como los montes de Sierra Morena. Por otro lado, nuestro cónsul y aquellos
españoles con quienes consultamos aseguraban que no teníamos nada que temer; la
policía era excelente; los caminos estaban seguros; podía uno viajar con el
monedero abierto en la mano y nadie le tocaría un ochavo. El viaje en un típica
diligencia española era algo que también había que probar. Conseguimos
billetes. A las dos de la madrugada ya estaba la tartana delante de nuestra
puerta; salió retumbando a través de la oscuridad hasta el gran almacén que
hace de estación, Mientras esperábamos a la hora de la salida, podíamos elegir
entre quedarnos en la estrecha y lóbrega callejuela, o pasar allí dentro, donde
una lámpara y media vela alumbraban pobremente los objetos más cercanos. El que
más luz recibía era un caballero de edad que, en mangas de camisa, atendía desde
su despacho; aclaremos: dentro de un
arcón. Con el cigarro echando densas nubes de humo se ocupaba de negocios de
escritura y recaudación del dinero de aquellos pasajeros que aún no habían
pagado. Dos mozos armados yacían
estirados a lo largo del duro suelo; y una vieja, envuelta en una manta
harapienta, dormía atravesada sobre unos sacos rellenos . Una mezcla de fardos,
arreos y haces de ramas secas, obstruía el paso en la amplia nave, donde un par
de ascuas de cigarro brillaban al fondo, en la oscuridad, dando la impresión de
que allí había más espacio y más gente de lo que parecía.
Dieron las
cuatro antes de que tanto equipajes como pasajeros quedasen acoplados como
sardinas en lata en el interior del estrecho y tambaleante carromato, que ahora
avanzaba crujiendo, enganchado a un tiro con diez mulas de tintineantes
colleras, No digo que volásemos, como estábamos habituados a hacer por España,
caminábamos paso a paso; el cochero parecía resistirse a abandonar las
polvorientas calles de Alicante. Aquí y allá tropezábamos con un fragmento de
pavimentación que parecía estar puesto allí con el único fin de darnos un
susto; casi golpeábamos con la cabeza en la tapa de aquel cajón con ruedas.
Rodamos por la Alameda, que tenía apagados los faroles, pasamos por delante de
la fonda, de nuevo sumida en su sueño. Mi rechoncho vecino español se había
quedado dormido ya antes de que abandonásemos las polvorientas calles de
Alicante, en cuya penumbra, las grandes casas parecían las enormes cisternas de
una ciudad donde escaseaba el agua.
Al clarear el
día, las líneas del paisaje íbanse destacando como un dibujo sobre un fondo de
papel gris. La carretera era tan ancha que diez diligencias, una junto a otra,
podrían correr por ella; pero a trechos estaba empedrada y lisa y, a trechos, sumamente
accidentada. Oscuras y desnudas montañas limitaban el alcance de la vista; la
comarca en sí parecía dispuesta para asaltos y desvalijos. No se veía ni un alma.
Disperso en el paisaje se veía algún que otro gran edificio con cisternas de
ladrillo para recoger el agua de lluvia que, luego, vendían por vasos, turbia y
tibia. Mezclada con anís, al menos sabía a medicina –siempre es bueno saber a
qué sabe una cosa–.
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Diligencia alicantina
Fuente: http://railsiferradures.blogspot.com.es/ |
El camino iba de
mal en peor; de hecho, concordaba perfectamente con las peores descripciones
que uno hubiese leído acerca de las carreteras españolas. Era exactamente como
rodar sobre millas de pantano desecado. El mayoral hacía restallar el látigo
contra el lomo de las mulas; el zagal daba silbos y gritaba ¡riaaa!, y barbotaba una retahíla de
nombres; más, más aprisa; el aparatosamente cargado carromato en que viajábamos
osciló violentamente hacia la derecha, recobrando al punto el equilibrio al
hundir las ruedas en un bache al lado izquierdo; no tuvo ni tiempo para volcar,
llevaba demasiada velocidad para eso. A los pájaros del cielo debimos
parecerles una embarcación zarandeada por el oleaje. A menudo, el carruaje
brincaba al pisar un duro terrón, con lo que a uno se le subía el estómago a la
garganta. O si no, cruzábamos veloces por charcas de agua estancada, en cuyo
fondo se ocultaban misteriosas huellas de carro; cuando no rodábamos sobre
protuberancias duras como piedras, que aparecían en el camino sin otro fin que
hacernos volcar. Pero no volcamos, corríamos a tal velocidad que la propia fuerza centrífuga nos mantenía
en pie. Y esta carretera olvidada por los dioses y las autoridades, nos condujo
a un paraje edénico, verdadero oasis de de
belleza, semejante al jardín hechizado de Armidas. Nos
acercábamos a Elche, ya se distinguía su valle rebosante de frutos y su inmenso
palmeral, el mayor y más hermoso de Europa, el más paradisíaco de toda España.
Las gigantescas palmeras extendían sus escamosas y prolongadas ramas,
sorprendentes por lo gruesas y, sin embargo, esbeltas por su altura. Los
dátiles pendían en grandes y pesados racimos, rabillo por rabillo, bajo la gran
pantalla verde de las hojas. Todo el monte bajo estaba cubierto de granados con
sus frutos color del fuego reluciendo entre la oscura fronda: grandes y
magníficas granadas pendían de sus finos y largos tallos verdes. Aquí y allá
había un limonero; su fruto resultaba amarillo pálido al lado de las granadas
rojas. Estábamos en el país de la abundancia, en un ambiente digno de la
radiante Sakuntala.
“No hay más
que un Elche en España”.
Durante la
jornada de aquel día había rodado ante nuestros ojos un paraje extraordinario,
una naturaleza evocadora de los relatos que solemos leer sobre Tierra Santa.
Habíamos cruzado por asoladas estepas de piedra; apagado nuestra sed con el
agua tibia de las cisternas; los rayos de sol abrasaban como en los valles
de Palestina; en la atmósfera candente
nos solazábamos a la sombra de las palmeras, como hiciera el rey David y como
hicieran los apóstoles en sus largos recorridos. La fértil campiña valenciana
se merece el nombre de huerta; los alrededores de Elche son un parque oriental,
un manojo de palmeras españolas, pero con muchas leguas de circunferencia. Lo
que es el pueblo no tiene más que unas mil casas; fue mucho mayor y más
importante en la época de la dominación romana; en aquella, el mar llegaba
hasta aquí y Elche tenía su puerto. La diligencia discurrió durante un rato a
lo largo de la dorada muralla, cubierta con un tapiz de plantas trepadoras de
rica y fresca fronda. En el ventorrillo donde hizo alto la diligencia bebimos
nuestro chocolate y, después de una hora de descanso, agitaron las mulas otra
vez sus cascabeles de latón. Tornamos a apretujarnos en el interior de la
diligencia; nuevamente de camino. La próxima parada sería Orihuela, cuya fértil
campiña tiene tal fama entre los españoles, que dicen que: “Llueva o no llueva
trigo en Orihuela”.
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A la sombra de las palmeras. Málaga |
Una selección de enlaces relativos a Elche y Andersen:
Poniendo las cosas en su sitio; también hay que decir que nuestra ciudad, pese a tan notables palabras, solo fue lugar de paso con parada, pues hizo noche en Murcia. En cualquier caso, hay demasiadas coincidencias en la descripción que hacen los viajeros; una reiterada visión que se ha perdido y que habría que recuperar al menos en el entorno de lo que podría ser el itinerario del Palmeral, volviendo a poner en cultivo los huertos. Elche, para el viajero culto, debería seguir siendo un viaje romántico, por eso la pena por el atroz estado en que se encuentra nuestro palmeral que ya ni visitarlo se puede.