La lectura de lo que los expertos denominan “space opera”, obras de ciencia ficción en las que el viaje interestelar se produce con la misma facilidad que los viajes terrestres, y que suelen formar una saga o serie de relatos con el mismo ambiente o los mismos personajes, me suele enganchar y aún no se muy bien cual es el mecanismo. Puede que al fin y al cabo tenga que reconocer que no soy más que un lector superficial, por la simplicidad del argumento y lo elemental de las tramas; pero lo cierto es que me atrae por los destellos luminosos que encuentro en algunas de ellas. Una vez que entro en una obra, si me engancha, suelo ser fiel al resto y me veo con el ansia de acabar la novela y los relatos que componen la saga: las aventuras de Lucky Starr o la Fundación de Asimov , Dune de Herbert, el mundo de los Vor de Bujold, la saga de Ender de Card,... Todas son ejemplos muy significativos de este proceso, que me permite pasar incluso por encima de adaptaciones o continuaciones no siempre acertadas, pero leídas no obstante aunque solo sea porque el ambiente que evocan ya está construido en mi mente.
La novela no es más que el arranque de una serie que tiene, al menos que yo sepa, dos novelas más (Deepsix y Chindi). La coyuntura afortunada en la que encontré el libro (estando de vacaciones en Málaga en un puesto de libros rebajados. Me costó 4 €), me hizo creer que iba a ir bien la cosa. Lo leí de un tirón y tengo que decir que me gustó solo a medias. Si la ciencia ficción es literatura de ideas, aquí hay unas cuantas interesantes aunque no novedosas, a saber: no estamos solos (desde que se inventó la ciencia ficción buena parte de su discurso son los otros) y además no estamos en el vértice de la escala de civilizaciones (la idea tampoco es novedosa: he desistido en la búsqueda de la primera obra que sitúa en inferioridad a los humanos, porque siempre encuentro un ejemplo más antiguo). Más interesante parece la irrupción del género en la arqueología espacial (aunque de pasada se me ocurre alguna obra de Ursula K. LeGuin, la formidable Picnic en el camino de los Strugatsky, o la serie de grandes objetos encontrados como 2001, Odisea en el espacio, Rama y otras de Clarke, el Mundo Anillo de Niven...). Si la escogí es porque prometía ser entretenida, dado su buen nombre y por haberle leído algunas cosas (Chindi, que leí sin saber que era parte de una saga y que volveré a releer para ver como enlaza).
Sirvió para lo que me proponía (pasar el rato. Contar el esfuerzo de reconstrucción intelectual del arqueólogo es como una novela policíaca) pero no me hizo vibrar: se podía contar lo mismo en 100 páginas menos; el contexto –el supuesto estado agonizante del planeta– está fuera de texto, en el sentido de que es prescindible o está metido con calzador con el manido recurso de intercalar citas de titulares periodísticos: lo hace mejor Brunner. El final me ha parecido preparado para la continuación, a diferencia de otras series en las que es el éxito de la primera novela lo que manda. Y aunque fue finalista del Arthur C. Clarke no resiste la comparación con los grandes que antes he mencionado.
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